Scott Bennett, Michael Bogan, Michael Darin
«Verás, en uno de los manantiales que he estado estudiando, hay unas estrías en las rocas, y las paredes amuralladas del cañón llegan a un final abrupto, como si la Tierra se estuviera abriendo,» le dijo ecólogo acuático, Michael Bogan a los geólogos Scott Bennett y Michael Darin. «Podríamos caminar allí pasado mañana».
Ya estaba tendido el anzuelo multidisciplinario.
Justo después de la cumbre de NGEN de investigadores del desierto de Sonora en octubre de 2015, Bogan, Darin, y Bennett se propusieron explorar el Cañón de La Navaja y sus oasis tropical de agua dulce. Darin y Bennett lo conocerían por primera vez, y Bogan a través de una nueva óptica. Los tres científicos se despertaron temprano, utilizaron imágenes de satélite para explorar el paisaje y la aproximación e iniciaron en una caminata de 3 Km en la Sierra El Aguaje. El destino era un oasis de palmeras tropicales que Bogan ha estudiados desde 2004, realizando censos repetidos para documentar la biodiversidad de estos hábitats acuáticos alimentadas por aguas subterráneas escondidas.
Guiando la caminata, Bogan habló del espectacular oasis de agua dulce y taxones acuáticos (foto 1) que podría esperarse al final del cañón. Bennett y Darin, como buenos geólogos, se quedaron atrás, distraídos por las rocas volcánicas inclinadas del Mioceno formadas por flujos de lava que surgieron a partir de una cadena de volcanes hace ~ 15 millones de años (foto 2). Hicieron observaciones acerca de las fallas, donde los acantilados de estos flujos de lava gruesos parecían estar truncos y yuxtapuestos con un tipo de roca diferente (foto 3). Bennett y Darin, habiendo realizado más de una década combinada de investigación geológica y tectónica en Sonora, hicieron la hipótesis de que estas fallas probablemente estén relacionados con la dislocación y los movimientos tectónicos que formaron la cuenca del Golfo de California. Se dieron cuenta de un lugar en el que la falla hacía un contorno a lo largo de la ladera de una montaña, directamente a través de un grupo de palmeras de gran tamaño (Foto 4). Tras dibujar la línea de falla en su mapa, Bogan señaló que el árbol de tescalama (Ficus petiolaris palmeri) de mayor talla conocida (con una bóveda de 35 m de diámetro) está situado directamente en la falla mapeada (Fotos 5 y 6).
¿Coincidencia?
A principios de esa semana, los tres habían participado en una excursión de medio día con otros asistentes a la cumbre de NGEN al cercano cañón de Nacapule, otro de los sitios de investigación de Bogan. En Nacapule, Bogan guió al grupo en una discusión acerca de la extraordinaria diversidad y endemismo de especies acuáticas en los estanques y pequeños riachuelos del cañón. Richard Felger señaló la diversidad botánica del sitio, en particular las diversas especies tropicales que de alguna manera prosperan en esta parte del desierto, incluyendo higos, palmas y arbustos florecientes. Otras conversaciones tangenciales surgieron de manera orgánica,, con temas que van desde las mariposas y los invertebrados de agua dulce (foto 7) hasta las prácticas de gestión, el turismo y la conservación de los recursos hídricos. Sin embargo, Bennett y Darin estaban tras la pista de algo diferente, algo que se mueve mucho más lento que las mariposas o el agua. Se dieron cuenta de que los cañones tributarios de Nacapule no sólo albergan los manantiales alimentados por aguas subterráneas que sustenan la flora de los cañones, sino que estas afluentes también habían erosionado sus escarpadas paredes del cañón a lo largo de otra falla geológica.
Comenzaba a surgir un patrón: las líneas de falla en la Sierra El Aguaje ―donde las rocas se friccionan unas contra otras― comúnmente corresponden con los ojos de agua.Este concepto no es nuevo para los geólogos. El agua subterránea puede fluir más fácilmente a lo largo de las zonas de falla, donde la masa de roca se rompe y se hace más permeable. Millones de años de trituración y molienda, durante cientos o miles de terremotos, hacen que las rocas adyacentes a las zonas de fallas a exhiban una mayor cantidad fracturas dentro de una red más conectada. Esta red de fracturas, si no cementado y bloqueado por la precipitación de líquidos ricos en minerales, puede servir como un conducto para la migración de agua dulce en el subsuelo. Si las condiciones hidrológicas son las correctas, esta agua subterránea puede llegar a la superficie, formando manantiales de agua dulce (foto 3).
De vuelta en el Cañón de La Navaja, Darin, Bennett, y Bogan llegaron al final del cañón y fueron recompensados con el goteo de agua fresca fresca que fluye por los acantilados de rocas volcánicas de 40 m de altura que los rodeaban por tres lados (foto 8). Examinaron los estanques de agua dulce (foto 9) en busca de ranas leopardo (foto 10) e insectos acuáticos, y buscaron evidencias de fallamiento en los acantilados fracturados. Bogan notó varias libélulas (foto 12) y chinches de agua, sólo algunos de los más de 130 taxones acuáticos conocidos en La Navaja. Darin y Bennett midieron estrías casi horizontales sobre las superficies pulidas de falla, generadas por el arrastre de rocas durante los paleo-terremotos, y una clara evidencia de fallas de desgarre (foto 12). Tomaron todos los datos que pudieran acerca de cómo las rocas se han movido a lo largo de estas fallas, pero se necesitaría mucho más tiempo para documentar y caracterizar plenamente la historia geológica ―y en el caso de Bogan, la biodiversidad moderna― de esta vasta sierra.
En la caminata cuesta abajo por el Cañón de La Navaja (imagen 13), los tres científicos de campo ponderaron sus observaciones y sus nuevas conexiones multidisciplinares, y compartieron su entusiasmo por volver al desierto de Sonora estudiar más a fondo la Sierra El Aguaje. Una importante lección que aprendieron a través de esta experiencia es que es difícil, si no imposible, para observar todo simultáneamente en el desierto de Sonora (o, en todo caso, en cualquier paisaje). Los únicos patrones que somos capaces de notar son los que nos son familiares. Trabajar con científicos de diferentes disciplinas y compartir observaciones puede fomentar el surgimiento de patrones nuevos e importantes (foto 14), permitiendo que nuestros esfuerzos científicos y conocimientos colectivos avancen en nuevas direcciones.