Sula Vanderplank. Exploradora de la biodiversidad. Instituto de Investigación Botánica, Texas.
Con Trudi Angell, Leslie Pringle, Nacho Chiapa, Tomás Murillo, Andrea Flores, y otros.
Empezamos nuestra expedición con pacas de heno en el techo de la camioneta, sobre un largo, recto y polvoriento camino que nos llevó al Rancho La Unión, hermoso rancho con los gabinetes de la cocina hechos de cardón con manijas de cuerno de venado y fabulosos anfitriones. Un becerro de 15 días de nacido brincaba alrededor de su madre en la tierra, mientras nosotros hacíamos hoyos en la piel nueva de mis espuelas, y cocinábamos lo que sería nuestra última comida en la estufa por un buen rato. El intrépido e inspirador grupo de mujeres viajando por completo a lo largo de la península de Baja California a lomo de mula, conocido como “la mula mil”, me había invitado a unirme a los más remotos tramos de su viaje para colectar plantas en sierras poco visitadas. Las mujeres van viajando para promover viaje seguro en Baja California e independencia de la mujer. Su ruta sigue a grandes rasgos aquella que un grupo realizó en sentido contrario 50 años atrás, en 1967, de Tecate (en la frontera US-MX) a la punta de Baja California en Cabo San Lucas. Llegamos temprano a la siguiente montaña en Rancho Santa Cruz, donde un sorprendente número de flores silvestres anuales floreaban y yo estaba encantada de encontrar a la planta parásita “Orobanche” o “Broom-rape” saliendo de la arena. Las cabezas florales tienen la apariencia un poco extraña de tipo espiga y son moradas (sin partes verdes pues no necesitan clorofila para generar su alimento, sino que simplemente roban los nutrientes de otras plantas); cuando regresé con estos extraños especímenes los rancheros bromeaban sin piedad preguntándose si en realidad había excavado en la tierra y matado un cactus bebe por accidente; había mucha risa alrededor de la fogata.
Pasamos las siguientes noches acercándonos al cerro La Sandía –un solitario y elevado pico al extremo sur de la Sierra Libertad. Este pico había sido punto destacado de una expedición previa, en 1967, hecha por Reid Moran, botánico del Museo de Historia Natural de San Diego, y yo me apegaba a sus notas de campo soñando con lo que podría encontrar en la cima. La compañía era grandiosa y el compartir historias, nombres comunes de las plantas, e interminables anécdotas de la región, hicieron pasar el tiempo rápido a pesar de la falta de descanso de cada día que aún no llegábamos al pie de la montaña. El cielo era una gloriosa exhibición de estrellas cada noche, para el amanecer ya andaba yo de pie cada mañana (aunque aparentemente mis ronquidos despertaban a todos los demás un poco antes). Hicimos té de helechos, raíces, hojas y vainas, y aprendí un poco sobre el uso medicinal de algunas plantas de la localidad y cómo sobrevivir. Finalmente llegamos a la base del cerro La Sandía encantados de reunirnos ahí con Matilde y Andrea, quienes habían llegado por el Este (cerca de Bahía de Los Angeles). Ellas ya habían estado esperando por dos días y estaban a punto de emprender el regreso cuando nos escucharon aproximarnos al otro lado de la cuesta.
Las veredas habían estado abandonadas por varios años, en algunos lugares habían pasado más de 30 años desde que se supiera de alguien que hubiera atravesado estos valles y colinas. La vereda era invisible para mi ojo poco entrenado y con frecuencia teníamos que abrirnos brecha con machetes a través de los matorrales de chollas y arbustos espinosos. Finalmente tuvimos nuestra gran sorpresa cuando llegamos al ojo de agua. Todos esos años sin gente ni ganado habían dejado al ojo de agua llenarse con sedimentos y vegetación que formaban una cubierta demasiado densa. No había forma de proveer agua a nuestras mulas y burros. Tomás y Matilde amablemente llevaron a los animales a un ojo de agua dos horas de donde estábamos, pero era apenas sucia y de baja profundidad, así que no había manera de subir al cerro La Sandía el día siguiente y tuvimos que dirigirnos montaña abajo hacia aguas confiables. A pesar de la obvia consternación, estaba fascinada por los procesos que habían cerrado las veredas y los ojos de agua. El abandono de ranchos parecía haber disminuido la diversidad de especies en los ojos de agua y muchas de las especies que Reid documento hace 50 años se encuentran ahora muertas o ausentes.
Cambiamos nuestra ruta y nos dirigimos hacia un manantial que se convirtió en un sueño para los botánicos… acantilados rocosos con plantas inusuales colgando de los muros del Cañón y brotando de la humedad en la arena. Colecté tantas plantas que tuve que quitarme la chamarra y usarla como canasta para todas las flores que ahí junté. El siguiente tramo de nuestro viaje fue una historia similar: un enorme y abandonado rancho, un corral lleno de chollas y una vegetación sobrecrecida que nos llevó horas abrir para los animales, pero camino abajo hacia San Borja tuvimos el placer de encontrarnos con un encierro de ganado en Rancho La Pila. Aquí el agua fluía desde las rocas, el ganado corría libre y la casa se hallaba rodeada por flores.
Colecte más de cien diferentes especies de plantas, muchas de ellas en áreas nunca antes visitadas por botánicos. Aprendí acerca del paisaje, del papel de los ranchos y el ganado, y continúe admirando con grandeza a la maravillosa gente que vive en estas tierras desafiantes del desierto de Sonora.